Historias olvidadas: la computadora argentina que compitió con IBM
Hoy estamos acostumbrados a que, en general, los dispositivos electrónicos provengan de Asia. Sin embargo, a mediados de la década de los setenta, el escenario en la Argentina era bien diferente. Por entonces, FATE División Electrónica, una empresa privada nacional, había logrado desarrollar y comercializar calculadoras electrónicas y había desplazado del liderazgo del mercado argentino a la italiana Olivetti, una de las principales empresas del rubro por aquellos años. Cuando el destello de la División Electrónica de FATE se apagaba, en Córdoba surgía Microsistemas. Esta pyme le disputaría al gigante estadounidense IBM el mercado argentino de las computadoras graboverificadoras.
Nicolás Wolovick y Gustavo del Dago se interesaron por la trayectoria de Microsistemas y, especialmente, por su logro fundacional, la MS101, una computadora que haría historia. Wolovick es docente e investigador en Ciencias de la Computación de la Facultad de Matemática, Astronomía, Física y Computación (FAMAF), de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). En el caso de del Dago, su especialidad es el desarrollo de software y también se desempeña como profesor de computación. Ambos, además, son entusiastas de la “arqueología computacional”, una disciplina en ciernes que intenta “brindar nuevos aportes a la gente que está haciendo historia desde la perspectiva de la técnica y la ingeniería”, explica Del Dago. La arqueología computacional suma adeptos en una iniciativa denominada SAMCA (Salvando la Memoria de la Computación Argentina).
El surgimiento de Microsistemas fue obra de Julio Eduardo Bazán, un contador que en la década de los sesenta tenía una empresa, PROCECOR, con la que cargaba datos para entidades como Obras Sanitarias de la Nación (Córdoba) o el Banco de la Provincia de Córdoba.
En aquellos años, la información se almacenaba en tarjetas de papel perforadas o en cintas magnéticas. El disco flexible de 8 pulgadas había sido introducido por IBM recién en 1971. En el esquema de trabajo de las primeras computadoras era fundamental cargar y verificar los datos, lo que se realizaba con unas máquinas denominadas graboverificadoras. La carga se efectuaba en los puntos de generación de la información (un banco, por ejemplo) a través de listados duplicados, a fin de que las graboverificadoras constataran que estaban bien, y posteriormente se los grababa en tarjetas o cintas –y tiempo después, en discos flexibles– para transportarlos a los centros de cómputo donde se procesaban. La empresa que dominaba el mercado de estas máquinas era IBM.
En la medida en que Bazán expandía su negocio necesitó más graboverificadoras y decidió desarrollar un equipo propio para no pagar los altos costos de los importados. Para ello, convocó a un grupo de profesionales que se desempeñaban en empresas multinacionales de informática radicadas en Córdoba y, aprovechando el surgimiento del microprocesador, se largaron a hacer su propia computadora. Se comenzó a trabajar en el prototipo en 1976, al año siguiente estaba listo y se inició su comercialización en 1978. Se trataba de la MS101, que primero prestó servicios en el propio centro de cómputos de Bazán y que, posteriormente, se transformó en un producto en sí mismo, del que se vendieron cerca de trescientos ejemplares en todo el país.
Microsistemas tuvo un crecimiento rápido, pero a finales de los setenta comenzó a experimentar problemas financieros y debió asociarse con otra empresa: CEPICO. A mediados de los ochenta, Microsistemas fue vendida a SADE, del grupo Pérez Companc. Para entonces, el porcentaje de desarrollo propio puesto en cada producto había disminuido sustancialmente y se incorporaban cada vez más elementos importados. Finalmente, la empresa desapareció en los años noventa, tras transformarse en una mera armadora de clones.
Los secretos de la MS101
La MS101 era una computadora de propósito específico –a diferencia de las actuales, que son de propósito general–, con un teclado, una disquetera externa y un gabinete con pantalla de fósforo verde. Además, poseía un procesador Intel 8080 –en la vanguardia de la época– con 8 kB de memoria RAM. El diseño había sido obra de Juan Salonia y el programa de Héctor Múller, ambos colaboradores de Bazán. La MS101 permitía cargar 80 caracteres por línea y corregirlos si había un error, dado que disponía de “backspace”, algo que no poseían todas las máquinas de la época. El software contaba con un menú con diversas opciones, podía establecer formatos en los datos (fechas, numéricos) y también validaba y ordenaba la información.
Cuando Microsistemas se embarcó en la tarea de desarrollar una computadora propia no contaba con antecedentes al respecto. Al parecer, la intención de Bazán y su gente, más que incursionar en el negocio de la fabricación de computadoras, era apuntalar el centro de datos que ya poseían. Tampoco quienes se abocaron a la tarea de construir la MS101 tenían trayectoria en investigación o desarrollo en este campo, a diferencia de lo ocurrido con FATE, que se había nutrido de especialistas formados en la Universidad de Buenos Aires.
Tanto el desarrollo de la MS101 como su fabricación, eran extremadamente artesanales. Microsistemas contaba con aproximadamente una docena de empleados que se encargaban de producir el hardware y el software. La disquetera, el teclado y el monitor eran importados. La impresión de los circuitos y los gabinetes de chapa eran producidos por proveedores externos.
El personal de la empresa, a su vez, realizaba el mantenimiento de los equipos en los establecimientos de los clientes y cualquier modificación que estos desearan. Las máquinas eran una “caja negra” y solo la gente de Microsistemas accedía a ellas. No había tampoco una concepción moderna que separase el programa del hardware, sino que ambas cosas estaban indisolublemente unidas. Es probable que esto haya respondido a una política comercial pensada para que los clientes permanecieran atados al servicio de soporte de Microsistemas, pero también es factible que haya sido la consecuencia de un trabajo excesivamente artesanal.
En el caso de la programación, según Wolovick, en Microsistemas ni siquiera usaban un “ensamblador” (programa de interfaz entre el código de máquina que lee el hardware y el lenguaje que emplea el programador), sino que directamente ponían números en la memoria, algo “increíblemente artesanal y primitivo”. Pero, también, al ser un producto tan artesanal, sus diseñadores tenían un dominio completo de él y eso favoreció el rápido desarrollo de versiones a medida de clientes específicos. Por ejemplo, en la antigua cementera Corcemar se instalaron máquinas conectadas a balanzas electrónicas para medir la producción de hormigón y, para la financiera Denario, además de colocarle un software que calculaba intereses, se lograron hacer transmisiones a través de ARPAC, la red digital de ENTEL, para sincronizar la información de las sucursales durante la noche. Este procedimiento no era novedoso, pero sí lo era emplear computadoras de bajo rango y costo para hacer lo mismo que hasta ese momento solo se realizaba con grandes máquinas.
El éxito de la MS101 llevó al desarrollo de modelos más avanzados, como la MS104, pero con el correr del tiempo Microsistemas fue elaborando cada vez menos software propio e incorporando copias “pirateadas” de programas importados como Basic y Cobol, a los que les traducía los manuales, les agregaba la sigla “MS” y posteriormente comercializaba.
Bazán y su gente tampoco exploraron la posibilidad de hacer una computadora de propósito general, aunque la MS101 tenía potencialidad para eso. De hecho, era factible cargar a partir del disquete de arranque un programa oculto que permitía incorporar otras funcionalidades, como la de pequeños juegos.
Con respecto al precio de estas máquinas, aunque Wolovick y fel Dago no consiguieron información precisa, estiman que osciló entre 12.000 y 14.000 dólares, lo que no las hacía baratas, pero sí mucho más económicas que sus homólogas de IBM.
¿Silicon Córdoba?
El éxito que tuvo en su momento Microsistemas, contemporáneo al fabuloso ascenso del mítico Silicon Valley estadounidense, inevitablemente lleva a la siguiente pregunta: ¿Podría haber germinado algo similar en Córdoba? Ni Wolovick ni del Dago creen que la comparación sea pertinente. Había muchas diferencias entre una y otra experiencia.
“No hubo un plan de desarrollo tecnológico”, opina del Dago sobre Microsistemas, y agrega: “Había una muy buena capacidad para usar la tecnología disponible frente a la necesidad local y encarar la resolución de problemas. Pero en ningún momento estaba la idea de correr la frontera de la computación, crear un lenguaje de programación nuevo o una máquina novedosa”.
En Microsistemas también había mucha improvisación. Los primeros equipos salían de fábrica sin número de serie, algo que posteriormente se corrigió porque dificultaba su identificación para el mantenimiento. Tampoco había controles de calidad, aunque las máquinas eran robustas.
“Podrían haber sobrevivido más tiempo, pero habrían terminado armando clones, ya que la ‘comoditización’ de las partes de computadoras que vino en la década de los ochenta fue muy fuerte. Se le podría haber agregado valor desarrollando software, pero no eran buenos en eso”, dice Wolovick. Su colega del Dago, en cambio, cree que “con más tiempo probablemente podrían haber mejorado su forma de desarrollar software”.
A pesar del fracaso final de Microsistemas, Wolovick destaca que la influencia que tuvieron en la informática de Córdoba quienes estuvieron involucrados en esta experiencia fue enorme, “para bien y para mal”, y se proyecta hasta el presente. Se trata de una experiencia testigo de una época en la que la Argentina casi salta sobre su propia sombra de subdesarrollo y también de una metodología de abordaje de los desafíos tecnológicos que a veces brindaba éxitos inmediatos resonantes, pero trastabillaba a la hora de darles continuidad.
Fuente: Agencia TSS